Peripecias británicas: Andrew Graham Yool

En su última novela, el escritor de raíces anglosajonas relata la vida de aquellos inmigrantes que llegaron a principios del siglo pasado para trabajar en el ferrocarril.

Textos: Agustina Roca
Fotos: Pilar Bustelo

 

Esta es una historia que hace mucho quería contar. En su mayor parte es la historia de mi padre, tal como él me la contó. Dijo que así había ocurrido y así creo que habrá sucedido. Si relato sus experiencias puede que él sobreviva y así podré soportar su convulsionada vida y temprana muerte." Prólogo de Good bye Buenos Aires.

Con estas palabras, el periodista y escritor Andrew Graham- Yooll devela el enigma que lo impulsó, allá por la década del 60, después de la muerte de su progenitor, a realizar un rastreo de los habitantes de habla inglesa en nuestra tierra. Durante décadas recolectó historias, fragmentos que publicó posteriormente en dos libros: el mencionado en la cita, una suerte de autobiografía, publicado por Ediciones de La Flor, y The forgotten colony, texto publicado en Inglaterra y que editó Emecé con el título La colonia olvidada. Tres siglos de ingleses en la Argentina.

Sentados en el altillo-estudio de la casa que está reciclando en Parque Patricios, Graham-Yooll con ese humor típicamente inglés va relatando las peripecias de estos inmigrantes en nuestros pagos.

Su padre, el escocés Douglas, oriundo de Edimburgo, llegó en 1929 atraído por estos parajes exóticos y se instaló, después de un breve período porteño, en los aires más saludables de Ranelagh, una localidad a la que el columnista del Herald define como un pueblo de ingleses con ciertas instituciones argentinas como Roberto de Vicenzo, El club del Golf y El club de Paleta.

Aunque su padre no trabajaba en el ferrocarril, Graham-Yooll no se salva, como todos los ingleses, de estar ligado a los inicios de ese medio de locomoción, protagonista de la historia argentina. Del apellido de su bisabuelo materno, el inglés Gardner Boggs, Andrew acota: "Traducirlo era poco halagüeño, ya que en una especie de lunfardo inglés significa lodazal, o en su versión más fuerte, inodoro". Este hombre era un dibujante que llegó en 1860 con la idea de trazar la primera línea entre Constitución y Chascomús; también diseñó la de Entre Ríos y la de la feria de Córdoba: "Mi bisabuelo peregrinó mucho -comenta- y se casó en Misiones con una peruana medio indígena. En la familia la ocultaban, la denominaban la peruana. Yo me enteré de estos ancestros muchos años después, cuando una tía que ya orillaba los 70 me reveló el secreto". De esa unión de razas nació su abuela en las tierras rojas de Misiones y, como solía suceder por aquellos parajes, ningún documento autentificaba su indentidad.

Por esas excentricidades sajonas, la madre de Andrew nació en los pagos de los Beatles, cerca de Liverpool: "El gran chiste -acota- es que concebían acá y parían allá". Al morir el abuelo de Andrew, las dos mujeres regresaron en 1925 para estas orillas. Su madre se llamaba Inés Tovar y, a pesar de sus ancestros ingleses, Graham sospecha que el apellido era moro o judío: "Supongo -lucubra- que esta rama se había fugado a Londres durante las guerras napoleónicas".

De su madre conserva pocos recuerdos; murió en 1950, cuando Andrew tenía 6 años.

-¿Cómo era su padre?

-Era petizo, morrudo, había sido boxeador un tiempo y capitán de un equipo de rugby en Escocia. No le escabullía el bulto a las peleas, esas cosas de boliches.

-¿Usted también andaba a las trompadas por ahí?

-No, yo era un joven frágil, asmático, siempre deambulando por el Hospital Británico. Andaba poco a caballo; una vez me caí y casi me parto la nariz; otra se me desbocó y juré nunca más subir.

Rodeado de cartas y de papeles que atesoró durante años, Graham relata las peripecias de los inmigrantes británicos. Según sus palabras, los irlandeses llegaron a estas tierras escapando de las hambrunas de 1840 y de la de 1860. Lo hicieron con una mano atrás y la otra adelante, se instalaron como pudieron en diversos puntos del país y, entre whisky va y whisky viene, intentaban olvidar su tierra. Un sacerdote, el irlandés Fahy, les ayudaba a encontrar trabajo y, para que no se gastaran todo el salario en burdeles, les conseguía también esposa. Así, de la noche a la mañana se encontraban con una mujer al lado partiendo hacia algún punto remoto.

El, con su sangre escocesa, define a sus coterráneos como a unos melancólicos de su tierra. Partían porque su país los expulsaba y se refugiaban en éste añorando sus pagos. A pesar de esta añoranza, sabían que su lamento sería inútil, ya que jamás tendrían la oportunidad de volver a sus montañas. De esta manera, tanto los irlandeses como los escoceses se reunían en las respectivas fechas de sus comunidades para cantar, emborracharse y llorar por sus aldeas perdidas, asumiendo como podían a éste como su lugar de residencia.

El caso de los ingleses era diferente. El ferrocarril había establecido jerarquías y éstos eran los gerentes. Ellos sentían que estaban de paso, jamás pensaban en radicarse aquí. Un inglés, por ejemplo, podría haber llegado a los 2 años y continuar aquí hasta los 90, pero jamás se sentiría argentino. Sin embargo, un hecho cambió este pensamiento. Cuenta Graham: "Hacia principios de la segunda guerra mundial, los ingleses ya no querían los ferrocarriles y se ocupaban poco de ellos. Perón los compró en 1948. Siempre se le buscó patas políticas a este hecho, pero lo cierto es que Inglaterra necesitaba dinero porque tenía que pagarle la deuda de la guerra a Estados Unidos. Supongo que lo mejor hubiese sido que los ingleses se quedasen con los ferrocarriles, ya que por la ley Mitre de 1961 éstos hubiesen pasado automáticamente a manos argentinas. El traspaso de los ferrocarriles fue un sacudón para los ingleses residentes aquí. A partir de ahí, ya no podían pensar que se encontraban de paso, la realidad los obligaba a convertirse en inmigrantes o residentes. Algunos se quedaron aquí y construyeron otro tipo de sociedad; otros se volvieron a Inglaterra y se pasaban acudiendo a todas las fiestas de la Anglo Argentine Society y renovando sus pasaportes aunque ya no regresasen aquí.

-Parece una contradicción esta actitud entre sentirse extranjeros aquí y renovar los pasaportes argentinos al volver a Inglaterra.

-Es una contradicción y no lo es. Yo creo que lo que pasó entre los argentinos y los ingleses es similar a lo que pasó entre los ingleses y la India. Curiosamente la independencia de la India se da en 1947, y la de los ferrocarriles entre 1948 y el 1949. Un gran sector de indios y de argentinos detesta a los ingleses, pero hay otro sector más pequeño, los de mayor poder adquisitivo de ambas sociedades, que conservan hacia los sajones un love affaire de fantasía.

-Es bastante común escuchar en nuestra tierra: si hubiesen ganado las invasiones inglesas...

-Sí, creo que este romanticismo anglo-argentino tiene asidero en el pasado, por aquello de que los ingleses venían a abrir caminos con el ferrocarril. Antes de este fenómeno, los arreos de ganado se hacían por mar, pero podían cargar muy pocos animales en los buques. También estaban los arreos que se hacían por tierra; muchas familias llevaban ovejas desde Buenos Aires al Sur y empleaban tres años en el traslado.

-¿Por qué tanto tiempo?

-Porque debían parar en temporadas de cría y esperar que los corderos estuviesen listos para continuar. Por eso fue aplaudida la aparición del ferrocarril. Mi padre cargaba patos y gallinas en los trenes porque tenía cinco hectáreas en Cinco Saltos, en Río Negro. Estas tierras las había comprado cuando llegó y las vendió cuando yo alcancé los 19 años.

-¿Existía la misma animosidad aquí entre irlandeses-ingleses y escoceses-ingleses?

-Mal que les pese a los irlandeses, éstos eran considerados ingleses. Doy un ejemplo. Cuando en 1861 los hermanos irlandeses Mulhall fundaron The Standard, se lo consideró el diario inglés. El Herald lo fundó un escocés en 1876, aunque al año siguiente lo vendió a un norteamericano y siempre se consideró este periódico más internacional. Si bien esa animosidad se aplacó un tanto aquí por el desarraigo, siempre existieron esas diferencias jerárquicas entre británicos.

Retomando su historia personal, Graham-Yooll después de un período que vivió con un tío en Montevideo, partió a los 17 años a Londres para estudiar comunicaciones marítimas. El romance duró lo que dura un tulipán; ni bien aprendió las 21 palabras que se emiten y las 26 que se reciben por telégrafo en sistema Morse, se aburrió. Antes de que lo echasen, decidió, en un pacto de caballeros, renunciar. Incursionó por el teatro, vagabundeó por un rincón y por otro.

Cuando se cansó de otear diversos horizontes, regresó a Ranelagh en un acto casi profético porque tres meses después moriría su padre. Conmovido, una tarde en que viajaba en tren desde Ranelagh con su hermana, la inspiración le cayó como un relámpago: escribir esas historias que venía escuchando desde chico sobre la colonia británica.

Material no le faltaba. Empezó a frecuentar ya con curiosidad detectivesca a una vecina que se había quedado viuda, madre de uno de sus compañeros del jardín de infantes. Esta le aportó dos relatos que fueron el pasaporte hacia la búsqueda: la de un pariente de su marido, dueño de un campo en el sur de Santa Fe al que un día descuidó, se le instaló gente y se lo usurparon. También el de una tía vieja que había llegado al país a principios de siglo, vivía en una tapera por las chacras de Florencio Varela y relataba lo que significaba andar a caballo por esas épocas en las que todo el país era un pastizal.

Paralelamente a los contactos iniciados, empezó a trabajar en el Frigorífico Anglo en la playa de La Matanza. Allí se encontró con un museo de personajes de habla inglesa, borrachos en su mayor parte, que alardeaban de trabajar y cruzaban el riachuelo en barcazas para tomar copas y regresar con vino en botellas de coca-cola. Parece que los viernes a la noche las mujeres de estos hombres iban a buscarlos y los cargaban literalmente hasta el hogar. Cuenta Andrew: "Todas las noches revisábamos las cámaras frigoríficas por temor de encontrar alguno dormido que amaneciese congelado".

La colectividad británica tenía sus códigos: consideraban que todos los fracasos humanos, es decir aquellos que no se encaminaban hacia el estudio de carreras prestigiosas, entraban a trabajar en el frigorífico Anglo, en la administración del Hospital Británico o en el Buenos Aires Herald: "A mí sólo me faltó trabajar en el Hospital Británico para obtener pasaporte de fracaso absoluto. Cuando empecé a trabajar a los 22 años en el Herald decían: Es un buen tipo, lástima que no se consiga un empleo".

A los 23 años, Andrew acudió a visitar a un tío que vivía en Paraguay en la época de Stroessner y relata la forma en que este pariente lo presentó a un amigo inglés: "Te presento a mi sobrino Andrew. Lamento decirte que es un comunista... Me llamaba comunista porque escribía poesía y era periodista. Creo que si ese comentario lo escuchaba un militante del PC se hubiese puesto verde; jamás hubiesen aceptado a un tipo como yo entre sus huestes".

Aunque la convivencia entre las colonias anglo-argentinas no siempre fue del todo pacífica: "Santa Fe -cuenta- era una zona ríspida. Algún inglés denunciaba un abuso policial ante el juez de paz. Este llamaba al sargento y le preguntaba: ¿qué le hizo usted a ese inglés de miércoles? El sargento respondía: bueno, él dice que yo le pegué. El juez le replicaba: Está bien, vaya y péguele otra vez". Parece que estas guerras campales se producían en torno de los galpones del ferrocarril; allí las diversas colonias almacenaban sus productos disputándose por encontrar lugar en el primer tren que pasase por allí.

Para concluir esta nota, Graham-Yooll aporta algunas cifras y una anécdota: "Yo creo que la colectividad británica brindó lo suyo. Se considera que unos 45.000 británicos llegaron a principios de siglo. Entre ellos hubo de todo, desde genios como los hermanos Clark que hicieron el ferrocarril trasandino para cruzar la cordillera de los Andes hasta excéntricos y marginales que la colectividad protegía. También las estafas estaban a la orden del día".

-¿Por qué?

-Los gobiernos y la colectividad misma querían atraer ingleses al país. Recurrían entonces a la publicidad. Tomaban fotos en la selva de Misiones a una señora con tapado de piel, con un texto que decía más o menos así: Viaje a la Argentina a colonizar Misiones y vea como va a prosperar.