El escenario

XI Premio Internacional de Poesía León Felipe. 


de AGUSTINA ROCA
Editorial Celya.
96 páginas. Tábara, 2013 

Prólogo por Viviana Paletta 

Columna vertebral de El escenario, de Agustina Roca, es la idea, cara a la literatura, que lo atraviesa de parte a parte: la posibilidad de indagar, sumergirse, rastrear un sentido acaso a través del tiempo y de los espacios. A estas acciones les corresponde una nítida estampa de poeta, no como pasivo receptor de una revelación, fruto del trance místico o narcótico; sino como un ser en búsqueda constante cuyo rastreo se transforma en la parte más genuina de sí: el denodado oficio de crear, ese «horrible trabajo» según lo describía Rimbaud en cuanto a la labor ingente, encarnizada, sin fin. Aquí, la poeta se vuelve peregrina («Ha caminado todas las ciudades, los mares, las islas, las llanuras, las montañas», «… atravesado desiertos entre espejismos de soles negros y arenas violetas»), arqueóloga, buceadora en las profundidades del lenguaje, a la manera de los seres primitivos en su lucha por la supervivencia y la comunicación («Se sumergen, escarban en la arena, dibujan ojos a la oscuridad, arrancan hierbas, deambulan de un lado a otro, y vuelven a bajar, vuelven a bajar, vuelven a bajar. Día tras día. Año tras año. Década tras década. Siglo tras siglo»); la poeta es, como aquellos, la que tienta y sopesa la arcilla, los guijarros del lenguaje en su materialidad más cruda («La voz crece en el viento, la escritura se avizora. Crean punzones, estudian la posición sobre el objeto, ensayan la presión. Cavan sus bosquejos en el barro»).

A búsqueda tan íntima, la de bucear hacia lo profundo, paradójicamente, se le reserva el espacio más diáfano y expuesto: la historia como «escenario», término que da título al libro, en clara alusión al lugar teatral, dramático, por antonomasia; ámbito donde se intuye (y se palpa) la fugacidad y la vulnerabilidad de la palabra pronunciada, por su manifiesta exhibición, por ser propiedad de todos, de quien articula y de quienes oyen. Pero como ya sabía Poe y nos dejó demostrado en «La carta robada», la visibilidad puede suponer el más logrado ocultamiento. Y la voz poética se vale de todas las mascaradas, del carnaval del lenguaje, para lograr decir y poder exponer, así como exponerse: es su intento de respuesta al interrogante, al desafío de cómo leer el mundo, con qué clase de verbalización dar cuenta de él, buscando una unidad de sentido, una coherencia última, posible. Se trata de una coherencia que se intuye subyace a la experiencia, a los hechos de la vida de los seres humanos en su totalidad, y que ha de transcribirse a través de las palabras que alcanzan la gramática idónea, como una realidad dable, que consigue superar el caos, la dispersión y el olvido.

Dos claros apartados conforman el poemario, aunque es permanente el trasvase entre ambos de signos, símbolos y mitos: «La memoria» y «La escritura». En la primera parte, se levanta el telón sobre una escena clave de la historia de la humanidad (que dará marco al discurrir poético), la conjetura de un instante primigenio, por su originalidad y también por primitivo, para la enunciación de la palabra, inseparable del acto de bosquejar («Dicen que el origen nació en la caverna, entre bisontes, soles, flechas y esas manos, manos trazadas en las piedras»). En escena se alternan «actores» que se distinguen por sobrellevar una carencia (les faltan ojos, mandíbulas, brazos, boca; son mudos y ciegos) o exhiben una sobreabundancia (poseen rostros dobles o portan máscaras –de Isis, de la tribu Xingú, de la dinastía Tang–). Tanto la carencia como el exceso impelen a hablar en el tiempo, permiten e instauran la expresión de lo que no se puede narrar, y sin embargo: «La historia, planeta oscuro, pasea entre piedras que perduran y observan a las tribus que llegan, se conocen, se aplastan, se suceden, se destrozan, se aniquilan, y cuentan la misma historia», así como «pasan cataratas, migraciones, aguas sin límite, el polvo rocoso, los soles negros».

Si como afirmaba Jean Cocteau, «el Infierno existe, es la Historia», ese ser poético, suma y cifra de muchos, que indaga denodadamente, debe enfrentarse a ella, a la necesidad de hacer decir a las palabras, para que el lenguaje provea de la visión imposible, postergada o negada por la convención, la automatización y, ya siendo presas de la Historia bajo su más terrorífico atuendo, por el aniquilamiento de la experiencia (y de la vida).

La voz poética se arroga ese papel, esa interpretación «escénica», la búsqueda de los materiales; de allí la abundancia de verbos de movimiento y de acción que pueblan estas páginas, y la exigua presencia de adjetivación: el sentido, si lo hubiere, no recae en el nombre, mucho menos en el adjetivo, sino en el verbo, el que promueve y arroja la luz; acaso también para ocultar tras el resuelto e inacabado afán una identidad individualizada y perteneciente a un tiempo cierto. La voz, ajena a rasgos definitorios, se torna intemporal, pero revivida con cada enunciación.

En el segundo apartado del poemario, «La escritura», uno de los aspectos bajo los que se presenta esa búsqueda se detiene en diferentes presencias de escritores, a modo de máscaras intemporales, ineludibles a lo largo de la historia de la literatura occidental: son los nombres de los poetas, cada uno con su particularidad y su designio, quizá no verbalizado pero sí presente, que la precedieron en el afán, acaso agónico, por «una lengua nueva», que alcanzaron un territorio ignoto donde obtener esa palabra sui generis para expresar lo inexpresable; así por estas páginas deambulan desperdigados Huidobro, Duras, Pasolini, Eliot, Blanca Varela, Mallarmé, Lispector, Rulfo, Rimbaud; sin sonambulismo, denodadamente, quizá bajo una idea señera, que en algún caso los llevara a la extenuación, y por tanto a la negación de la escritura y finalmente a abandonarse al silencio.

Asimismo, la búsqueda incesante, sin fin, cuenta también, a modo de ajuar de frontera, además de con todas las creaciones precedentes, las construcciones ofrecidas por los autores mencionados, con mitos universales, que pueden proveer de un referente común, se llamen Sherezada, Gilgamesh o Ulises, arquetipos de quienes tienen que sobrevivir a la opresión o al exilio: «Ulises sueña Ítaca, Ulises se hechiza con Circe, Ulises en las redes de Calipso, Ulises rodeado de sirenas, Ulises aprende los enigmas de Troya […]. Tú clavas tus garras en tu tradición poética y a medida que pasan las lunas le sumas tradiciones de los suelos que pisas»; no obstante, la periferia de los postergados se torna centro para el que habla, y la palabra acaso detenga la desdicha y la barbarie: «Scherezada afina su garganta y canta. Su voz se expande entre el viento. Por un instante, la devastación se detiene…».

En ese periplo, la poeta remeda e ilustra el movimiento de la tribu («Igitur tiene miedo, Igitur teme extraviarse sin la lengua de su tribu. […] La sombra y la memoria danzan entre los árboles»); el discurrir de las palabras, esa respiración primordial, se equipara a la existencia de los seres, en su rasgo distintivo por antonomasia, el uso de la palabra, aunque se pueda ser deslumbrado sin comprender, parafraseando a Gola. Dejándose llevar por el lenguaje y dar con el gozoso extravío, en el que avanza la «habladora» de estas páginas, ignorante, tanteando, pero no sonámbula: por ese dejarse llevar se hallan gemas de la lengua suelta, desbocada y sabia: «fuego delego ego relego», «vida vid vil vodevil», «esplendor hoy en hedor», «Otras Ostras Obras Sobras», «Muerte suerte Huerta tuerta Muerta», «espejo, dejo tejo, espejo».

Máscaras musicales, sonoras, gestuales, hechas de luz y sombra, que salen a escena por un momento, se mueven entre decorados, se pronuncian y se acallan, para crear ese espacio, esa posibilidad latente en el acto de escribir, de inscribirse en un tejido textual, un escenario donde refugiarse, manifestar y desaparecer, para permitir la continua búsqueda. Como afirmaba Octavio Paz, «la palabra es hija del silencio: nace de sus profundidades, aparece por un instante y regresa a sus abismos», de la profundidad a modo de océano del lenguaje informe y del vacío saltan por un momento las palabras a la superficie, a resplandecer y a decir.

Se preguntaba Milosz en un poema titulado «El Sentido»: ¿Y si no hubiera un revés del mundo?// […] Si así fuera, quedará sin embargo / la palabra alguna vez despierta por unos labios perecederos, / que corre y corre, mensajera infatigable, / por campos interestelares, en la rueca galáctica / y protesta, llama, grita». En El escenario toma forma esa entidad pródiga, la acción desatada que supone la palabra inagotable, que reverdece, bajo cualquiera de sus incesantes mascaradas, este refugio para la memoria y la profunda reflexión contra la marea de la Historia.