AVENIDA CASEROS
REFUGIO PARA ARTISTAS

En dos manzanas pegadas al parque Lezama viven pintores, escritores y hombres de teatro que no se irían de su isla por nada del mundo. El barrio tiene historia inglesa, con muchos cambios y algunos sobrevivientes.

Textos: Agustina Roca
Fotos: Daniel Pessah

 

Es un rincón de Buenos Aires con magia: avenida Caseros, entre Defensa y Bolívar, con sus tilos; su calle ancha con una pequeña loma, que agoniza en el mítico parque Lezama y la fachada colonial del Museo Histórico. Avenida que marca la frontera entre dos barrios: una vereda, cuya paralela es Brasil, pertenece a San Telmo; en la otra, cuya paralela es Finochietto -ex Patagones-, se inicia Barracas.

¿Qué otro elemento aumenta el encanto de este paisaje porteño? La edificación de la vereda de la orilla de Barracas -y algunas casas de la acera de enfrente- la construyó el arquitecto Christian Schindler -autor de muchas obras de Avenida de Mayo- en 1912. Esa simetría es un sello característico de ese retazo porteño: 120 metros de fachada, desde Defensa hasta Bolívar y, en las dos esquinas, un piso más alto con cúpula. La mandó construir el dueño de esos lotes, Alberto Anchorena, para alojar a los directivos ingleses de los Ferrocarriles del Sur. Por eso se la llamó la quinta de los ingleses.

Norah Duncan, hija de una inglesa y un escocés, vive en esa calle con su hermana Janet y sus tres gatos -Zambo, Marita y Dulcinea- desde 1952. Ella cuenta: "Le decían también el conventillo de los ingleses. Cuando nosotras llegamos, todos eran ingleses.

Poco tiempo después, toda la cuadra se puso en venta. Nosotras vivíamos con nuestra madre y unas tías. A ellas las bautizaron Las del sombrero". Lo que las dos hermanas no saben es que ellas tampoco se libraron. Ultimas sajonas de la cuadra, los lugareños las denominan las inglesas.

Su abuelo materno trabajó en Ferrocarriles del Sur y luego se radicó con su familia en Rosario. Su padre, escocés, vino con un grupo de jóvenes trayendo caballos en 1912 y se instaló en Rauch, en el campo San Laureano. Parece que cansado de su soledad, un día el escocés puso un aviso en el diario explicando que quería conocer a una mujer agradable. La madre de ellas lo leyó y decidió contestarle para hacerle una broma. La abuela de las inglesas, al enterarse de la intención de su hija, la reprendió y la conminó a entrevistarse con el caballero. Así nació el amor en tierras extrañas.

Las hermanas, con el mismo estigma errante familiar, se alistaron como voluntarias en la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial. Las destinaron a Escocia. A su regreso, en 1946, se empecinaron en no volver a Rosario. Por un aviso que salió en el Herald, arribaron a la avenida Caseros, rincón que conocían porque durante su adolescencia pasaban sus vacaciones en el departamento de una tía que vivía ahí.

El término lugareños cuaja a la perfección para los habitantes de estas dos manzanas de Caseros al 400. Muchos de los entrevistados mencionaron que viven en una isla dentro de San Telmo y Barracas.

Ricardo Cordero, escritor, que vive desde 1982 en el departamento que alguna vez perteneció al escritor-periodista Rubén Tizziani y en la casa que hasta hace poco habitaba Luis Majul, explica: "Es un barrio de una manzana. Si caminás tres cuadras más allá de parque Lezama, te topás con La Boca, y cuatro para el otro lado está Constitución. Del lado donde vivimos nosotros es San Telmo; enfrente, Barracas. Además, hay un microclima; cuando te derretís de calor en la ciudad, aquí está más fresco porque corre viento." Su mujer, la escritora Alina Diaconú, descubrió esta calle un día en que Cecilio Madanes la invitó a tomar el té a su casa por una nota que había publicado. A medida que el taxi avanzaba por Caseros, la escritora se deslumbraba con la arquitectura, los tilos, las palmeras y el parque. Al regresar a su departamento del piso 15 del barrio de Belgrano, excitada, le contó a su marido su descubrimiento. Pasó el tiempo, y un domingo cuando deambulaban sin destino fijo, se encontraron con el cartel de venta del lugar que hoy es su refugio.

Diaconú -que pasó su infancia en Rumania y vivió en París- ahonda más en esta problemática de sentirse isleños: "Es rarísimo, todos los extranjeros le encuentran parecidos diferentes. Algunos dicen que es como París, otros como Madrid. El otro día una chica extranjera estaba mirando la cuadra y le decía a su compañero que parecía Alemania. Emile Volek, un profesor de literatura checoslovaco que vive en Estados Unidos, comentó: "¡Huuy! Esto es Praga".

El matrimonio de pintores Alicia Carletti y Jorge Alvaro soñaba, desde que estaban en la escuela de Bellas Artes, con vivir en San Telmo. Hace 10 años concretaron su sueño: instalaron su vivienda-taller en un edificio de la calle Bolívar, construido en 1894, en cuyo frente se lee: La Manufactura Papelera. Fue declarado patrimonio histórico, y se prohibió la modificación de su fachada.

Alvaro insiste: "Sí, es como una isla dentro de San Telmo. Aquí tenemos veredas más anchas y muchos árboles. Además, hay otro tiempo, un tempo más lento".

Alicia Carletti dice que el encanto rodea al Lezama: "Este parque es el alma de San Telmo. Es totalmente diferente del clima que se vive en el otro San Telmo".

La pintora Josefina Robirosa llegó un día, hace veinte años, muy agitada, al departamento de Cecilio Madanes, porque vivía con su marido, el escultor Jorge Michel, en una casa de la calle Hornos y los desalojaban por la autopista.

"Me colgué del timbre de Cecilio. El me hizo pasar, intentó calmar mi desesperación con un café. Y, cuando estábamos hablando, apareció la portera, Pura, para anunciar que acababa de bajar en el ascensor con el doctor Davies y éste le había dicho que pensaba vender el departamento donde vivía su madre. Cecilio se comunicó con él, y al día siguiente yo estaba firmando el boleto, y corriendo para encontrar el dinero, porque aún no nos habían pagado el desalojo." Cecilio Madanes tenía esa calle y esa casa entre pecho y espalda desde 1975, cuando Luis Saslavsky le avisó que se vendía un departamento. El vivía con su padre en la calle Rivadavia, pero quería mudarse y necesitaba un lugar espacioso para acarrear sus muebles, entre ellos un reloj cucú que acompaña con su música. Fue al departamento y, como todos, se enamoró de los tilos y del clima arquitectónico. Lo atendió una mujer mayor. Ella le dio una cifra que para él resultaba excesiva. Sin embargo, recurrió a sus hermanos y la obtuvo. Allí empezó su historia.

"Cada vez que yo venía, la mujer aumentaba diez mil más. Un día, harto, le pregunté si realmente quería vender. Yo no -me contestó-, mis hijos quieren que venda. Señora -le respondí-, haga lo que quiera, pero a mí no me moleste más. Y me olvidé del asunto. Es el departamento en el que hoy vive Puente." Dos años más tarde, Cecilio Madanes compraba en el mismo edificio el departamento que vendía el pintor Roberto Aizemberg.

Por orden de aparición, el tercero en llegar a la casa fue el pintor Alejandro Puente. El, que ama la naturaleza, estaba radicado en City Bell y tenía su estudio en San Martín entre Charcas y Paraguay. Cansado de este vagabundeo diario, decidió mudarse a la city porteña, pero pensó que debía incursionar por algún barrio que le permitiese esa sensación de libertad a la que estaba acostumbrado.

Amante también del parque Lezama, conoció el departamento de su colega Josefina Robirosa y se enamoró de esa esquina de amplios ventanales que dobla por Defensa, con vista al parque y al río (este último ahora no se ve por las nuevas construcciones). Sin pensarlo demasiado, se mudó. Y, sin pensarlo demasiado, también compró como taller hace tres años un loft que construyó Osvaldo Giesso en la vereda de enfrente de Caseros.

El conventillo de los ingleses se convirtió en las últimas décadas en las Naciones Unidas. Afirman Diaconú-Cordero: "Es una suerte de crisol de razas. Enfrente están las inglesas, en el edificio nuestro hay alemanes, tenemos varios brasileños, el almacén de la esquina es de unos peruanos. Es gracioso, cuando estos últimos llegaron te saludaban así: Buenos días, caballero (pronuncia mucho la elle). Ahora ya los tamizó el barrio y te dicen: ¿Qué tal, jefe? ¿Cómo anda?" Por la década del 60, Osvaldo Giesso fue el impulsor de la zona. La historia comenzó así: junto a unos amigos, decidió poner un restaurante por esos pagos. Pateando por el Sur, encontró un día de 1968 una casa semiderruida de 13 metros por 60 de fondo, en Cochabamba. "Como suele suceder -dice el arquitecto-, cuando llegó el momento de la decisión todo el mundo se borró." Decidió comprarla él. Convocó a sus amigos artistas para que realizaran obras. Iommi le hizo las rejas, Polesello pintó la puerta de entrada, Rodríguez Arias instaló un bar... Nacía así su mítico taller, y las reuniones con Noé, Di Tella y Romero Brest. Giesso comenzó a rastrear todas las propiedades que se vendían para sus amigos: Hirsh, Pérez Celis y Macció se instalaron allí. Entre las telas de pintura del taller y sus tres gatos -Gioia, Junior y Tonti-, Alicia Carletti cuenta: "Acá los negocios son de ramos generales. Vos vas al quiosco y te vende agujas, hilos, pinza de depilar". Otro lugar famoso es la fonda El Lezama, que está por Brasil, frente al parque. Alvaro continúa: "Te encontrás allí con poetas, pintores, músicos, periodistas que no viven acá, pero vienen a comer. La comida es bárbara. Los domingos, a todo ese público se suman rusos que no hablan castellano y llegan después de ir a la iglesia ortodoxa rusa".

El bar Británico -ubicado en la esquina de la fonda- albergó a varias generaciones de argentinos y fue inmortalizado por Sabato en Sobre héroes y tumbas. Es uno de los pocos bares porteños que aún conserva su estilo de la década del 40.

Se llama así porque cerca de 1850 construyeron cuatro hospitales en la zona, entre ellos el Británico. Cordero cuenta una anécdota: "Los dueños son gallegos. En la época de la guerra de las Malvinas, en un acto de patriotismo, decidieron cambiarle el nombre. Para economizar, le sacaron tres letras y se llamó Tánico durante un tiempo. Al reanudar las relaciones con Inglaterra, le agregaron el Bri que habían retirado".

Robirosa se siente a sus anchas en su departamento porque ella necesita luz natural para pintar y allí la recibe en cataratas. Trabaja ocho horas por día y confiesa que la casa es el mejor lugar después de pasados los 55 años. Reconoce que cada vez está más perezosa para salir del barrio: "Cuando voy al centro, me visto y al llegar acá tiro los zapatos desde la puerta. Por estos pagos salgo como se me antoja, sin pintarme. Otra cosa que me apasiona es la sensación de privacidad y a la vez de compañía que siento. Somos amigos, pero respetamos nuestros espacios. Yo, a veces, de noche, me siento acompañada porque veo la luz prendida en lo de Alina o noto que el alemán llegó de sus viajes porque abrió la ventana. Además, como decidimos no tener portero para que no nos molesten, siempre hay una manito que te está tirando un sobre por debajo de la puerta. Yo, que salgo temprano a trotar por el parque, le paso el Herald a las inglesas por debajo de la puerta".

La isla también cuenta en su anecdotario con una historia digna de Van Damme. El protagonista fue Cecilio Madanes. Josefina Robirosa, Ramona y Alejandro Puente, actores de reparto.

Sucedió en 1985, época en que Madanes era director del Teatro Colón. Un día de fin de año, a las 10, tocaron el portero eléctrico de la casa del director, avisando que traían un regalo de Neustadt. Ramona, la señora que trabajó 40 años con él, confiada, les abrió la puerta. Enseguida sintió que unos brazos poderosos la agarraban y gritó el nombre de Madanes. Este, al advertir el tono de Ramona, se percató de que algo sucedía. Se acercó y, con su mejor voz de director, increpó: ¿Qué quieren?

Continúa Madanes: "Señor -me dijo uno- dénos un poco de plata y nos vamos. Yo volví a sacar mi voz de director y ordené que la soltaran y le dije a uno de ellos que viniera conmigo. Lo llevé a mi cuarto y le di una billetera con 14.000 pesos de aquel entonces mientras pensaba que si lo acercaba al escritorio y lo metía adentro, lo podría encerrar con llave. Al empujarlo, el hombre reaccionó con violencia, me agarró y me arrastró hasta el baño, donde me encerró con Ramona. Ellos se fueron a mi cuarto. Como el baño no tenía llave, yo corrí hasta la puerta, salí al palier y empecé a pegar unos alaridos que ni tres tenores juntos hubiesen logrado. Josefina, que estaba bañándose, se pegó un susto bárbaro y llamó a la policía. Los dos tipos salieron disparando". Robirosa continúa: "Después llegó la policía. Los gritos de Cecilio fueron terribles. Al rato, lo veo a Alejandro Puente, con cara de asombro, subiendo la escalera, con un cuchillo de cocina en la mano..."

Las hermanas Duncan fueron víctimas del cuento del tío.

Un día cayeron dos mujeres que habían preguntado por las inglesas, así a secas. Las visitantes, elegantemente vestidas, dijeron que habían salido de Necochea en un Rolls Royce y se les había roto en La Plata. Después hablaron de la casa maravillosa que tenían en Necochea y las invitaron a ellas con sus gatos, a pasar un mes allí.

Continúan las hermanas: "Quedaron en que el 7 de julio nos vendrían a buscar en el Rolls Royce y que nosotras las esperaríamos con una buena comida. Luego nos preguntaron si les podíamos dar algún dinero para volver a Necochea. Les dijimos que sólo teníamos 30 pesos, ellas aceptaron encantadas". Ahora, ambas se tientan.

Los caserenses concuerdan en que no podrían abandonar ese rincón histórico de Buenos Aires, donde Echeverría ubicó El Matadero y José Mármol Amalia. Ernesto Sabato, en Antes del fin, relata que caminando por Buenos Aires se instaló -como es su costumbre- en parque Lezama: "Cuando perdemos el sentido con el cual hemos vivido, volvemos a los lugares donde nos hemos planteado angustiosos interrogantes acerca de la existencia", dice.

HISTORIA DE TE

La avenida Caseros -llamada también en un tiempo Ituzaingó- tiene desde sus orígenes un sabor de triunfo, innovación y muerte. Es como un símbolo de nuestra historia.

  • En ese lugar se produjo la defensa de los habitantes originales de Buenos Aires cuando llegó Pedro de Mendoza. Años más tarde, en 1807, cuando se iniciaron las invasiones inglesas, los intrusos fueron recibidos con una lluvia de cascotes y pedradas. La batalla se produjo en la Barranca de Marcó, espacio ubicado desde Caseros y Martín García hasta Defensa y Bolívar.
  • A principios del siglo XIX, elegantes quintas de diseñadas arboledas se desparramaban por toda la zona del Sur. Amalia transcurre en la apacible vida de esas quintas, entre horas de té y paseos en coches de caballos. A partir de 1844 se instalaron hospitales en la avenida: el Hospital Británico, el Italiano en 1863 y el Asilo de los Inválidos.
  • Alrededor de 1865, con el comienzo de la construcción del Ferrocarril Sud por parte de los ingleses, la escenografía comenzó a cambiar. Las aristocráticas quintas y sus habitantes se alejaban de allí rumbo al centro, Adrogué, San Isidro y Ramos Mejía. En su lugar, quedaba un paisaje irregular, de acero, que cambiaba los coches de caballos por tranvías a caballo. Las quintas se transformaron en residencias permanentes, loteando los edificios y sus parques, para dar lugar a fachadas y escenarios urbanos. Los inmigrantes empezaron a habitar esa zona. Se instalaron los mataderos, los saladeros, las pulperías, los corrales, las fábricas y los depósitos de ferrocarriles.